El graznido del cuervo blanco
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Anoche, en el campo, vi un cuervo de aspecto extraño entre los tallos. Sus plumas eran blancas como la nieve y sus rojos ojos cautivaron a los míos, como si, de una forma u otra, me resultaran familiares. Sigilosamente, me acerqué, con la esperanza de vislumbrar mejor su esplendor, pero entonces se levantó en vuelo. Aún sin creer lo que había visto, me agaché para coger una de sus plumas.
Y entonces, de repente, estaba en otro lugar, un lugar en que los sonidos de la naturaleza atronaban en mis oídos. El chirrido de los pájaros, los insectos y todas las criaturas se alzó sobre mí. Mas también sonaban… ¡tambores! En el lugar en que estaba el cuervo blanco, había una mujer muy delgada. Tenía la piel de marfil y sus mechones eran tan rubios que casi rozaban el blanco. Me cogió de la mano y corrimos hacia el bosque mientras tiraba de mí. Corrí tras ella y, con la mano que tenía libre, me protegía los ojos de las ramas que me golpeaban a cada lado.
La tierra empezó a temblar y entonces supe que lo que había oído no eran las réplicas de los tambores, sino el sonido que hacían los cascos de unos caballos al cabalgar. El cuerno de un cazador retumbó, y unos corceles, negros como el azabache, irrumpieron entre las hojas, asediados por un jinete de rostro pálido y sobrenatural como el de mi extraña ayudante. La enorme hueste nos envolvió, pero mi compañera corrió sin miedo, guiándome tras ella. El cálido aliento de los caballos se me atascó en la garganta mientras el aire se llenaba de polvo, antes de que la oscuridad nublara todo y solo se oyeran el sonido de los cascos, el latido de mi corazón y el repique de su risa.
Después, volvía a estar solo, abriéndome paso a toda velocidad entre el cáñamo, mientras el éxtasis de mi corazón se enfriaba con cada jadeo del frescor de la noche.